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Bitácora de Martha Cecilia Ruiz

Los ojos y oídos que callaron

Los ojos y oídos que callaron

Martha C. Ruiz

A Marianita casi todas las niñas de su calle le tenían una especie de admiración mezclada con envidia.  Porte atlético, ojos cafés de grandes pestañas, mejillas rosadas y un cabello largo castaño bien tupido que cumplía con los cánones de belleza occidentales,  hacían que todas las vecinas con tersas pieles color miel y chocolate se sintieran menos que ella y sus hermanas. La familia de Marianita poseía el único carro en la cuadra, su casa -a diferencia de las demás- tenía persianas de vidrio y un hermoso jardín, con verjas que salían sobrando en aquella época en que los solares todavía eran espacios abiertos y compartidos por personas y animales de una y otra familia.

 

Marianita nunca habló con sus vecinas, pero siempre estaba atenta a saludar con la mano alzada desde su carro a la chavalada que corría con sus perros por aquella calle de Masaya. Tampoco salía a jugar a la acera, ni siquiera en septiembre, al iniciar las fiestas de San Jerónimo, ni se le veía en la esquina por donde se asomaban Los Diablitos, el Baile de Negras y el Torovenado del Pueblo. Marianita y sus hermanas estaban siempre tristes, aún en aquella ciudad que vive las fiestas patronales más largas y bullangueras de Nicaragua.

 

Marianita y sus hermanas dejaron el barrio el mismo día en que la empleada de su casa salió gritando  “la mató, la mató”, llorando, ronca y abatida con el dedo índice tembloroso, acusador.

 

A la semana, cuando el comité de defensa del barrio se reunió, la muerte de la señora fue tema de conversación previa a la sesión. Comentarios, preocupación, alarma, retazos de historias que se hilvanaban de una a otra boca. Pero al iniciar la jornada los hombres llamaron al orden y dijeron que no querían “cuechos” porque ahí estaban para hablar de asuntos graves como “la amenaza contrarrevolucionaria, la urgente excavación de refugios ante la cercana invasión y todo lo que tiene que ver con la seguridad del pueblo, no con asuntos privados”.

 

En la Policía también tenían clara las prioridades y comprendieron perfectamente el asunto. El papa de Marianita explicó que su esposa era “una histérica”, mostró las medicinas, las recomendaciones respaldadas por uno de sus colegas y varios miembros de la familia testificaron que la señora desde joven mostraba “desequilibrios nerviosos”. El papa de Marianita confesó sentirse culpable por sus ausencias en defensa de la patria, por su entrega día y noche al Partido. También se culpaba por cómo siendo un militar y un médico de prestigio, un ejemplo del hombre nuevo amamantado con la leche de la Revolución y sabiendo de la enfermedad mental de su mujer, había dejado aquella pistola cargada.

 

Nunca más ninguna de las niñas sintió envidia por Marianita, ni por sus hermanas, ni preguntaron cómo murió aquella señora, con la que ni ellas ni las demás vecinas habían conversado nunca. Pero sentían miedo al pasar frente aquella casa, a donde de vez en cuando eran llevadas otras histéricas y potenciales suicidas por sus desesperados maridos. En el comité del barrio se cerró el asunto. La prioridad era la seguridad del pueblo y la construcción del Hombre Nuevo.

 

Septiembre 2006

1 comentario

maninalllie -

que babosada de cuentito de niñitos ni por $1000000 lo contaría